Cabeza abajo: Hegel y la dialéctica de El Capital

Que Hegel, aunque de forma mistificada, fue el primero en exponer las leyes generales del movimiento, lo afirma Marx en el epílogo a la segunda edición alemana de El Capital. Años más tarde, con el resonar de los tambores de guerra imperialistas, es Lenin quien se enfrasca en el estudio de la Ciencia de la Lógica. Los comentarios que confeccionó de Hegel y otros autores, reunidos bajo el nombre de Cuadernos filosóficos, constituyen una herramienta inestimable para entender los procesos reales del cambio, el movimiento y la contradicción. Y qué decir de Trotsky, quien en su obra En defensa del Marxismo ve en la dialéctica el fundamento de la correcta interpretación que el marxismo hace de los sucesos y, en consiguiente, del actuar con acierto.

Puesto que la dialéctica defiende que para comprender el estado presente de algo, que siempre es resultado de un proceso y a la vez parte integrante del mismo, es necesario recorrer la historia de su formación, para entender el método que usó Marx como eje de su crítica al capitalismo -“el más terrible misil jamás lanzado a la cabeza de los burgueses”- debemos retrotraernos hasta su primer descubridor consciente para encontrar, una vez desechadas las conclusiones idealistas, el método dialéctico en su forma más simple y clara, tal como Marx lo usará para exponer las contradicciones inherentes al capitalismo, ya presentes desde su unidad básica: la mercancía.

El antes de Hegel: la lógica formal

Considerada desde el punto de vista de su método, podemos caracterizar la filosofía anterior a Hegel como formalista: la mayoría de pensadores proponían una visión fundamentalmente estática del mundo, dominada por esencias eternas en las que cualquier tipo de contradicción era impensable.

Aristóteles puso los cimientos de este método que se llamaría lógica formal. Como todavía no había surgido la absoluta distinción entre el sujeto que piensa y el objeto que “solo” es conocido, para Aristóteles la lógica no era el mero estudio de las leyes del pensamiento, ni por tanto estaba absolutamente desligada de su contenido: aunque de forma imperfecta, el pensamiento reflejaba la realidad del mundo. De hecho, las leyes del pensamiento y las del mundo compartían tres principios: el principio de identidad (“una cosa es igual a sí misma” o “A=A”); el de no-contradicción (“una cosa no puede ser a la vez su contraria”) y el del tercio excluso (“cuando se afirma y se niega algo a la vez, una de las dos opciones ha de ser verdadera, no pueden ser ambas falsas”).

Estos principios, en tanto que eliminaban la contradicción de la realidad, promovían la reclusión de la verdad de las cosas en esencias eternas supuestamente existentes que, de tan abstractas, no podían contradecirse, pero a la vez tampoco explicar nada que no se dedujera por el sentido común quedándose solo en las apariencias de las cosas. Recordemos a modo de ejemplo al bueno de Platón, quien exponía que algo era justo solo en la medida en que participaba de la Idea de lo Justo… En breves veremos cómo esta forma de expresarse tan descabellada y vacía es la misma que usó -y que todavía usa- la economía política.

Hegel dirigió la crítica al formalismo particularmente contra Kant, quien, a diferencia de Aristóteles, separó de forma absoluta el ámbito del pensamiento -el sujeto- y el de la realidad “exterior” -el objeto-. El pensamiento tendría una lógica, una serie de normas y categorías que aplicaría al mundo para conocerlo; la realidad, al ser recipiente de tales “proyecciones” del pensamiento, no podría ser conocida en sí, como lo que auténticamente es, sinó sólo tal como se nos aparece, condicionada. Por ejemplo: para Kant, la causalidad es una categoría presente únicamente en el pensamiento cuya proyección afuera nos permite crear relaciones de causa-efecto en el mundo… ¡Sin tal categoría no habría ni causas ni efectos! Consecuencia de todo ello es que la contradicción aparecería solo si usamos incorrectamente nuestro pensamiento e intentamos conocer lo que hay más allá de sus categorías.

El idealismo de Hegel

Una de las finalidades del sistema hegeliano fue romper con la separación absoluta entre sujeto y objeto, que se había afianzado sobre las bases de la lógica formal y de su rechazo por la contradicción como motor del movimiento. Puesto que la lógica formal, por chocar su rigidez contra el constante devenir del mundo, conducía siempre a aporías, a callejones sin salida, era necesario adecuar el método del pensamiento para reflejar correctamente la riqueza de la realidad en su elemento transitorio. Era necesario pasar de una lógica de conceptos cerrados, de esencias eternas e inmutables, a una lógica de relaciones.

Hegel entendía que todas las cosas formaban parte de una totalidad, dentro de la cual se mantenían interrelacionadas y en referencia a la cual recibían su verdad, justamente como partes del proceso de formación de la misma. Esta totalidad pretendía solucionar la división entre sujeto y objeto aduciendo que aquél había surgido de éste; pero tan pronto como el sujeto aparecía, este empezaba a modificar parcialmente los objetos con el pensamiento, por ejemplo, “creando” leyes de la naturaleza o matematizando el mundo para poderlo medir.

El aspecto idealista de Hegel se percibe en esta sobreestimación del pensamiento por encima de la materia, hasta el punto de considerar la totalidad como el auténtico sujeto del devenir, dentro del cual se realiza la unión entre la historia humana real y el conjunto de leyes o normas supra históricas que expresan su necesidad universal. La historia humana no sería otra cosa que la manifestación material de esta lógica que existe independientemente pero que a su vez impone a la humanidad la necesidad de sus fases de desarrollo.

Pese a haber confundido la capacidad que tenemos de ir conociendo el mundo mediante abstracciones con la existencia independiente de las mismas, Hegel verdaderamente descubrió que, por estar interrelacionadas dentro de una totalidad, las cosas se determinaban mútuamente -esto es: se negaban y contradecían- y que la historicidad surgía justamente por ello. De la Ciencia de la lógica Marx rescatará todos estos descubrimientos y en base a ellos analizará la lógica interna real del capitalismo. La totalidad de la que hablemos, que para Hegel aún mantenía rasgos metafísicos, será ahora el sistema capitalista en su brutal realidad.

La dialéctica de El Capital

El método dialéctico de exposición de El Capital toma como totalidad el sistema capitalista en el grado máximo de desarrollo de su tiempo para exponer la naturaleza que se esconde tras las categorías que la Economía Política usa, concretamente la de capital. A diferencia de los economistas burgueses, Marx negará que estas categorías sean conceptos cerrados, fundamento de las leyes eternas del mercado, antes bien, revelará que bajo su apariencia se esconden relaciones sociales históricas abiertas al cambio.

Marx, siguiendo la dialéctica de Hegel, parte del estudio de aquello más inmediato y abstracto -de lo menos determinado por su relación con el resto de cosas o procesos- para ir descubriendo sus relaciones concretas. Cuando decimos que la verdad está en lo concreto, nos referimos a que la verdad está en descubrir qué determinaciones distintas -e incluso contradictorias- intervienen en el movimiento de algo. En este sentido, Marx expondrá cuáles son las determinaciones que operan en la categoría de capital juntamente con el proceso de desarrollo interno que lleva de la más indeterminada (la mercancía, que en condiciones capitalistas puede ser cualquier cosa en cuyo proceso de producción haya intervenido el trabajo humano y que sea intercambiable en el mercado) pasando por la más concreta (el capital) y hasta el estallido de las tensiones internas en crisis.

Como el pensamiento tiene que descubrir dichas determinaciones, la verdad será siempre resultado, nunca punto de partida. Los economistas burgueses, al no buscar las determinaciones de las cosas ni, por tanto, preguntarse por el origen del beneficio capitalista, tomaban como verdaderas y eternas todas las categorías capitalistas tal como aparecían. Por ejemplo, a la pregunta de porqué un producto tenía tal o cual precio, se respondía que dependía del salario del obrero que lo había producido. Pero, si se preguntaba porqué el obrero recibía tal o cual salario… ¡se respondía que dependía del precio del producto!

Para descubrir la verdad detrás del embrollo explicativo burgués, que tiene que tergiversar la realidad para ocultar la explotación y la expropiación sobre la que reposa su sistema, Marx inició la exposición de la lógica del capitalismo por su categoría más general y fundamental, la mercancía. En ella descubrió el germen interno de la contradicción que acabará exteriorizándose como el absoluto antagonismo entre capital y trabajo asalariado, entre el beneficio del capitalista y el salario del trabajador.

La mercancía es la forma social general que adquieren los productos del trabajo humano -y la propia fuerza de trabajo- bajo el sistema capitalista en la medida en que dichos productos son intercambiados en el mercado. La propiedad de “ser mercancía” no es algo inherente a los objetos -como pretenden los economistas burgueses haciendo uso del formalismo i de la separación “filosófica” entre sujeto y objeto- sinó a las relaciones sociales de producción e intercambio que manifiestan su valor de cambio -o, simplemente, valor- algo distinto del valor de uso, su utilidad, que sí es inherente a las cosas y que sacia alguna necesidad.

Ahora bien, en la medida en que el capitalismo saca su beneficio intercambiando mercancías por valores desiguales (sean bienes, servicios o fuerza de trabajo) al valor de uso connatural a las cosas se contrapone el mencionado valor, que es siempre expresado en esa relación con otra mercancía que es el intercambio. En este se contraponen mercancías como si fueran equivalentes, p.ej. 10 kg de trigo= X kg de hierro. Si consideramos que cuando comparamos tomamos una característica común en base a la cual es lícito comparar, advertiremos con Marx que en el intercambio de mercancías estas tendrán en común solamente el ser producto del trabajo humano. Por tanto, lo que permitirá la comparación e intercambio de mercancías será la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario (en horas, días, meses etc.) que cada una de ellas encierra.

¿Por qué tiempo de trabajo socialmente necesario y no meramente trabajo? El tiempo de trabajo individual materializado en una mercancía no es suficiente para explicar su valor de cambio. Si así fuera, una mercancía producida con métodos anticuados que ralentizaran el tiempo de producción tendría un valor mucho mayor que la misma mercancía producida de forma más eficiente, pues incorporaría más tiempo de trabajo en ella. Pero esto evidentemente no es así. Toda mercancía es producida bajo un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad, cuya eficiencia determina su tiempo medio de producción. Como la media surge de la comparación de cuánto tarda la sociedad, es decir, de cuánto tardan los diversos productores en producir determinado tipo de mercancía, queda claro porqué tiene carácter social . El tiempo medio de trabajo socialmente necesario es el que determina el valor de cambio medio alrededor del cual las respectivas mercancías oscilan, lo que los economistas burgueses llamaban “precio natural”.

Hasta ahora, hemos visto que las mercancías existen en base a unas relaciones sociales de producción determinadas, en base a las cuales, a la utilidad natural de las cosas, se le contrapone un valor de cambio. Ahora podemos ya vislumbrar esta contraposición tal como se exterioriza en dichas relaciones sociales: al carácter social de la producción se opone la apropiación privada del capitalista. Para producir una mercancía, merced a la división del trabajo, participa la sociedad en conjunto: unos producen las partes, otros las ensamblan, otros las transportan… De esta forma, las relaciones de producción del capitalismo apuntan ya a su superación por el comunismo, pues la producción ya es en sí misma social, pero se mantiene a los productores separados tanto del producto de su trabajo, que pertenece al capitalista, como de los compradores, forzándoles a comunicarse a través del mercado sin planificación directa ni racional de las necesidades sociales reales.

Volviendo a la exposición de la lógica del capitalismo, el valor se ha expresado históricamente en distintas formas de intercambio hasta llegar a la forma de dinero. En todas las formas anteriores, intervenía de manera predominante el valor de uso de la mercancía a intercambiar. Cuando el dinero se convierte en la forma general de equivalente, vemos que el valor “cobra vida” y muestra externamente su oposición respecto a la utilidad de las mercancías, sustituyéndola por el beneficio, su autoreproducción. Esto lleva hasta la categoría de capital que se define como “dinero que se autovalora”, pues este dinero se invierte en adquirir más y mejor maquinaria para reproducir y volver más eficiente la producción, lo que permitirá, a su vez, producir más mercancías a cambio de un tiempo de trabajo socialmente necesario menor. En consecuencia, el capitalista podrá extraer una mayor plusvalía de los trabajadores.

Como se ve, todo lo antedicho presupone la existencia de una mercancía particular, sin la cual no existiría el valor: el trabajo, concretamente la fuerza de trabajo que el obrero vende a cambio del salario. Este salario tiene que expresar el valor de la mercancía “fuerza de trabajo”, es decir, la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario encerrada en los artículos necesarios para su subsistencia. Ahora bien, a lo largo de la jornada laboral el capitalista no hace trabajar al obrero sólo las horas necesarias para su subsistencia, le hace trabajar más y sin remuneración. De estas horas no remuneradas extraerá la plusvalía, que luego reinvertirá para amasar mayores beneficios perfeccionando los métodos de explotación de sus trabajadores.

El capitalista ha de hacer trabajar tiempo extra no remunerado a los trabajadores para conservar su propiedad privada de los medios de producción y enriquecerse. El trabajador asalariado está obligado a venderse a cambio del salario, pues no tiene otro medio de subsistencia. El capital es absolutamente contrario al trabajo asalariado, pero a su vez depende del mismo -y viceversa-. El beneficio de uno de los dos polos contradictorios es la pérdida del otro: de ahí la necesidad de que la clase trabajadora tome el control de los medios de producción, de ahí el carácter de lucha existente entre las clases.

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